Escribe: Eduardo
Borrero Vargas
Resulta que un día...,
así comenzaba sus conversaciones mi tía
Angelita cuando quería poner una dosis de énfasis a lo que ella consideraba
transcendental. Y el resulta…, aunque
suene repetitivo, lo utilizaré para desarrollar un tema que trata de algo de la
vida real. En este caso, del arte en particular, pero rebasando lo propio de un
ser común y corriente que sobrelleva pacientemente su cotidianidad y que, de
pronto, por una suerte de pases de magia es trasladado al mundo de lo
fantástico. Es así que esa noche del viernes 30 de noviembre del 2012 me dirigí
bien emperifollado a la Casona de San Marcos. Como
soy un poco tímido y enemigo de los tumultos, me acompañé con la prima
Florencia Vargas y el amigo Hildebrando Bustamante. Ni bien ingresé, la entrada
era por el patio de letras, busqué instintivamente la pileta central donde por
los años 1955 a 1960 fuimos rapados “a coco” el que escribe y mis hermanos Víctor
y Antonio. Por los años cuarenta ya mis tíos habían pasado por lo mismo. Oigan,
no crean que por hacerla larga me esté desviando del tema, pero es que los
recuerdos son recuerdos y uno no puede librarse fácilmente de ellos; y
si en esos precisos instantes uno corta esas imágenes, vivirá eternamente frustrado.
Así que no nos hagamos problemas: por la buena salud de los recuerdos,
aceptemos sin renegar ese paréntesis y prosigamos con el desarrollo de la
historia.
La
ceremonia se celebró en el segundo patio, en el Salón de Grado de Letras, en lo
que antiguamente fue la Capilla de Nuestra Señora de Loreto. Llegamos tarde
pero, afortunadamente, no nos habíamos perdido gran cosa. Quizá, a modo de salir
del paso, habría que reconocer que las tardanzas pueden dividirse en dos: las
tardanzas premeditadas, en las que uno, simplemente, decide llegar tarde a
algún sitio; y las tardanzas no premeditadas, en la que factores externos se
conjugan para que uno llegue tarde a las citas, por más que se esfuerce. En
este caso, creo que se confabularon las dos, y nos libraron de los himnos y
discursos de bienvenida del Rector de San Marcos y del Director del Centro
Cultural de esta casa de estudios. Nos sentamos al fondo del recinto. No logramos
ver las caras de los asistentes, nuestro frente visual era una muralla compacta
de espaldas y nucas. Como buenos provincianos, nos dimos maña para encontrar resquicios
inimaginables para alcanzar a ver el estrado oficial. Ahí estaban sentadas las
personas que iban a ser premiadas. Justo en ese preciso momento, del aguaita
por este lado o el aguaita por el otro, tenía retumbando en mis oídos las
palabras del crítico literario Ricardo González Vigil, el llamado “filtro” o “percolador”
de todo lo que sana o insanamente se escribe en el Perú, ensalzando
parsimoniosamente la larga vida del poeta Carlos Germán Belli, quien recibiría
el Premio “La Casona”. Me pareció tedioso y sin convicción lo que expuso. Por
si acaso, esto último es mi apreciación, y toda apreciación es subjetiva; así
que no vengan luego a tirarme piedras, porque “el hombre que todo lo lee” no
tuvo siquiera un gesto de gozo al leer su discurso. ¿Y las emociones? ¿O es que
así de serias y almidonadas son las ceremonias culturales?
En fin, la ceremonia siguió adelante ciñéndose
al programa que nos fue alcanzado en la puerta de ingreso. Ya inquieto por la
lentitud y el alargamiento innecesario de los discursos leídos, y con el temor
de astillarnos las posaderas a causa de un desplome sobre el duro suelo (ya que
el bendito azar nos había asignado una banca chirriona y descuajeringada), no puse atención a la premiación: Medalla de
la Cultura para Francisco Stastny. Felizmente,
unos de los bedeles (los que hemos estudiado en San Marcos llamábamos así a los
conserjes), advertido de nuestras angustias, nos cambió de lugar. Y en medio de
esos reacomodos avisté que en el micrófono iniciaba su discurso el Director del
Centro Universitario de Folklore, Carlos Sánchez Huaringa. La diferencia de su
discursiva era abismal: su entusiasmo al leer la biografía de Chalena era de
tal magnitud que nos trasladó a otras latitudes. El Perú profundo floreció por
arte de magia. En ese discurso de pasajes vibrantes sí hubo traslado de
emociones vivas. Las palabras habían logrado, como un rayo de luz, deslumbrar y
unificar la totalidad del público asistente. Desde ese momento sentimos, sin
excepción, que habíamos ingresado al túnel infinito de lo fantástico, donde todo
lo posible o imposible puede suceder, y donde, también, la palabra se une a la
imagen.
Chalena,
ya ganada por ese mundo fantástico, tomó la posta y, altiva, a pura memoria, nos
abre su mundo y con palabras maravillosas brotadas del fondo de su espíritu nos
va descubriendo pasajes de su niñez en su Jíbito entrañable, el de sus padres,
de sus hermanos; nos revela sus
amistades del colegio en Sullana, su paso por el Conservatorio Regional de Música de Trujillo, sus desconciertos y dudas en
su estadía en la Universidad Nacional de Trujillo; además de sus primeros pasos
en el Conservatorio de Música de Lima, en el que tuvo la osadía de sentarse en
un piano a tocar un tondero del maestro López Mindreau, lo que le valdría una
reprimenda de parte de la Directora porque Chalena, en ese recinto consagrado para
la música clásica de los grandes maestros, había cometido un “musiquicidio”. Los
oídos de bustos de Beethoven, Bach, Wagner, Chopin, de los profesores, alumnos y
cuanta gente había alrededor, supuraban líquidos de protesta. Quizá éste
sería su punto de quiebre, de un antes y un después: su carácter contestatario había
chocado con un mundo superficial y ajeno al que ella buscaba, y que su espíritu
inquisitorio la empujaría a la búsqueda de nuevas propuestas musicales. Y lo
dijo claramente en unos de los pasajes de su discurso al develar sobre la mesa
la soberbia de la intelectualidad europeizada pugnando por aplastar la música o
el arte llegados de los andes, selva, quebradas y cerrerías del interior del
país.
Mientras los personajes sentados en
los sillones de respaldares gigantescos iban digiriendo el discurso, mi vista,
distorsionada por la emoción, descubría que los grandes intelectuales se achicaban
poco a poco hasta perderse debajo de la mesa de honor. ¿Qué les produciría a
estos intelectuales el hecho de que una provinciana les demuestre, con un
lenguaje distendido, que la música peruana sí tiene su valor y que está henchida
de códigos y mensajes estéticos? Chalena, agigantada, siguió recorriendo su
vida. Habló de su primer contacto con Nicomedes Santa Cruz y su primera
investigación como Etnomusicóloga en Chincha, de sus charlas con Josafat Roel
Pineda gran amigo de José María Arguedas, de su cercanía con Víctor Jara y de
su premio “Casa de la Américas”, de sus obras literarias y musicales publicadas,
de sus viajes al extranjero, de su trabajo actual en el Centro de Música y
Danza de la Pontificia Universidad Católica del Perú, y de sus días dolorosos en
Ayacucho, los que marcarían profundamente su vida. Chalena es como es, dijo lo
que tenía que decir, y nadie la cambiará. Porque Chalena, nombre propio de su
entorno familiar, resultado de un trabalenguas de su hermana Mercedes Angélica
cuando era niña, está registrado legalmente. De alguna forma ella encarna lo
que en el fondo desearíamos ser los sullaneros: libres, contestatarios,
creadores y fraternos con todo el mundo.
Al
culminar esta breve reseña, sólo me restaría añadir: ¡Rosa Elena Chalena
Vásquez Rodríguez, bien merecida tu Medalla de la Cultura! ¡Buena por ti! ¡Buena
por tu familia! ¡Punto de oro para Sullana!
Eduardo Borrero Vargas
Lima,
lunes 10 de diciembre del 2012
Derechos
Reservados.-
(Artículo
publicado en el quincenario EL TALLÁN INFORMA, Año VII - Edición Nº 75 -
Sullana, enero del 2013)
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