De la lectura de esta bella crónica se puede apreciar cómo José
Carlos Mariátegui describe una serie de detalles propios de esta gran
manifestación de fe del pueblo peruano, del misticismo de Lima, de sus
cargadores, de las andas, del crujido de las varas, de los términos “duerme” y
“almuerza”, de los pebeteros, de las sahumadoras y otros tan comunes para los
nazarenos que pertenecemos a esta añeja institución.
LA PROCESIÓN TRADICIONAL
Es un desfile místico y
tumultuoso que canta, reza y emociona.
La primavera de Lima -primavera anodina, neblinosa, gris, indefinida y
cobarde- tiene dos días que resucitan súbitamente la tradición y la fe de la
ciudad. En ellos la procesión del Señor de los Milagros dice la renovación y el
florecimiento de la religiosidad metropolitana y hace pasar por sus calles
híbridas, virreinales o modernas, una fuerte, melancólica y pintoresca onda de
emoción.
La historia de los temblores pavorosos que han estremecido y
quebrantado a la ciudad, auspicia el fervor de estos días místicos que en Lima
siente muy acendrado y muy profundo el catolicismo que cotidianamente canta con
sus campanarios y murmura en sus capillas.
La metrópoli transformada, morigerada y desteñida por el progreso se
arredra cohíbe y oculta por un momento para que surja, vibre y palpite la
metrópoli creyente, coronada y virreinal.
Hay en estos días una intensa resurrección del misticismo de Lima,
asfixiado y sojuzgado ordinariamente por el vértigo y el olvido de la ciudad
moderna. Y se parece esta resurrección a esos súbitos despertares piadosos que
asaltan las almas de los hombres vueltos escépticos, fríos y cerebrales por el
análisis, la vida y la duda.
Lima es una ciudad católica, pero no una ciudad ferviente. No
es una ciudad sentimental. Es solo una ciudad medrosa. Vive en ella la fe acaso
por la supervivencia de la tradición y por el temor de un desamparo misterioso,
ignorado y temido. La población que llora en las misiones es una población
pecadora y asentimental que le tiene miedo al fin del mundo y al infierno. Y es
una población débil para el amor, pero fácilmente accesible para la atrición.
Y esos dos días de su indecisa y apocada primavera exaltan de proviso su
catolicismo y su piedad, y la hacen prosternarse humilde y rendidamente ante
las andas del Señor Crucificado que la defiende de los temblores y que la
bendice desde el viejo muro de adobe sobre el cual pintó su imagen la mano
rústica de un negro del coloniaje.
La procesión del Señor de los
Milagros llena de tristeza las calles de la ciudad.
Las manifestaciones de la fe de una multitud son imponentes. Dominan,
impresionan, seducen, oprimen, enamoran, enternecen. La contemplación de una
muchedumbre que invoca a Dios conmueve siempre con irresistible fuerza y honda
ternura. El paso del Señor de los Milagros por las calles de Lima, produce una
emoción muy profunda en la ciudad que se encuentra sorpresivamente invadida,
por un sentimiento ingenuo, sedante y religioso.
Desde la hora en que se abren las puertas de la iglesia de las Nazarenas
–hora clara, serena y luminosa- para que el Señor de los Milagros salga a las
calles, hasta ahora-hora tardecina, melancólica y oscura- en que las andas se
pierden en la oquedad sombría y ahumada de la misma iglesia, Lima siente las
palpitaciones de una unción y de una tristeza muy acendradas, muy sinceras, muy
grandes.
Para gozar esta emoción suave y candorosa, igual es guardar el desfile de
la procesión en un umbral o en una esquina que asistir al ingreso de una
imagen de una iglesia suntuosa o en una iglesia humilde y que unirse a la
multitud que sigue al Señor de los Milagros en su peregrinación a través de las
calles de la ciudad.
Pero singularmente, es grato e intenso gozarla cuando el rumor de la
procesión, el canto de las campanas y el cristiano olor del sahumerio nos
sorprenden dentro del hogar, de improviso, súbitamente, en una hora vulgar en
que el espíritu está lejos de la devoción y la piedad.
Yo he sentido y he visto así la procesión. Yo he comprendido así lo que significa y
lo que representa en la vida de la ciudad. Yo he amado así el instante en que
el espectáculo magnífico de un recogimiento tumultuoso y sonoro ha cohibido y
enternecido de pronto mi corazón.
Llegaron primero bajo mis balcones las voces de la gente que hacía la
avanzada presurosa del desfile. Hay en las voces de la gente una entonación muy
distinta de la que hay en las voces de la que viene en el grueso de él. Son más
vivas, más bulliciosas, casi regocijadas. Anuncian la cercanía de la procesión
con alguna alegría y con algún alborozo.
Y luego llegaron las voces de los cánticos y de las plegarias, voces
femeninas, lánguidas y parsimoniosas que parece que nunca se extenuaran y nunca
se fatigaran.
Lentamente llegó por fin la procesión. Su paso es moroso y tardo. La
solemnidad es siempre majestuosa y sonora. No es posible concebirla apresurada
e inquieta. Tiene la gravedad del gesto con que el sacerdote bendice en la misa
a los cristianos y hace asperges en la mañana del miércoles de ceniza.
Acompasaba el paso de la procesión una marcha de una banda militar. La
marcha era marcial y soberbia. Pero, al influjo de la decoración, se hacía religiosa
y litúrgica. Y se hacía especialmente triste. Sonaba en cada acorde un latido
lleno de melancolía.
Y yo supe entonces por qué el espectáculo de este desfile místico y
tumultuoso impresiona tanto a las almas, enternece tanto a los corazones, silencia
tanto todas las cosas y hace que los ojos lloren, que las rodillas se hinojen y
que las manos se junten, por la señal de la Santa Cruz, etc.
Las
andas del Señor de los Milagros.
Son pesadas, fuertes, opulentas las andas del Señor de los Milagros. Sobre
ellas un arco de plata oscilante y bruñido hace un halo glorioso para la imagen
del Señor, pintada en un lienzo que hace untuoso la luz de los cirios y que
lleva en su envés la imagen de la Dolorosa, la triste Virgen del corazón
atravesado por las siete espadas.
Estas andas no pueden ser llevadas con presura. Son demasiado pesadas y
afligen demasiado las espaldas de los hermanos que las cargan. Precisa
llevarlas con sosiego. Y precisa que de trecho en trecho hagan alto, porque su
marcha es jadeante y trémula.
Mariátegui padeciendo de sus dolencias
en los últimos días de su existencia
|
Hombres fornidos, zambos, negros o mestizos, llevan estas andas. Se
relevan de rato en rato. Y dejan las andas sudorosos, extenuados, exhaustos.
Todos ellos son hermanos del Señor de los Milagros. Cofrades de una
congregación humilde y piadosa de gentes del pueblo que tienen la misión de
conducir las andas y de cuidar la cera del Señor.
Y estos hombres que sufren la fatiga de la carga no se quejan nunca.
Tienen más que resignación, placer y regocijo en su trabajo. Saben que se
cuenta, sobre su vida oscura y su devoción profunda, una verdadera leyenda. La
leyenda de que el Señor de los Milagros se lleva todos los años a uno de ellos
al cielo. Ellos piensan acaso que esta muerte es una muerte edificante y
cristiana y que es casi un premio que los conduce a la bienaventuranza.
Las andas son antiguas. Año tras año las repara, pero nunca se las renueva
totalmente. Tienen la agobiante y grave pesadez de la cruz. Y parece que las
hicieran más agobiantes, mucho más agobiantes todavía, las flores que portan en
los días de la procesión. A medida que la procesión avanza hay más flores sobre
las andas. Unas son puestas en ellas con la unción de una ofrenda religiosa.
Otras son aventadas desde los balcones como una lluvia mística. Y se hacen tan
profusas y tan abundantes, que parecen que tornaran más fatigosa la carga de
las andas.
Y estas andas, al avanzar, tienen a veces un crujido, a veces un temblor
tan sólo, a veces una trepidación aguda. Hay instante en que se les ve
bamboleante. Y cuando son puestas en el suelo y la procesión hace alto, para
que los “hermanos” descansen o para que desde el patio de una casa o desde el
atrio de un templo se cante una plegaria, estas andas tienen un sonido bronco y
fuerte.
La
ruta de la procesión.
La procesión tiene una ruta que es siempre la misma. La sigue desde hace
muchos años. Y apenas si hace en ellas la alteración de suprimir la entrada en
una iglesia. La ruta de la procesión abarca aproximadamente toda la ciudad
antigua. No llega a Abajo del Puente. Pero tampoco se acerca a los suburbios
aristocráticos de la Exposición. Cuando se fijó la ruta, no existían estos
suburbios aristocráticos que no son los suburbios donde la ciudad se envejece,
sino los suburbios donde la ciudad se renueva.
La ruta de la procesión va de un lado a otro de la ciudad. Conduce el
desfile primero a la iglesia de Santo Domingo, luego a la Catedral y luego
a la Concepción. Y tiene todos los años los mismos descansos. El mediodía del
18 de octubre en la Concepción. La noche en las Descalzas. El mediodía
del 19 de octubre en Santa Catalina. Las gentes dicen sencillamente que el
Señor “duerme” en las descalzas y “almuerza” un día en la Concepción y otro en
Santa Catalina.
En la puntualidad y fijeza de esta ruta se siente un intenso latido de la
tradición. Nada hay que las modifique. Nada hay que las trastorne.
Las andas van de una iglesia a otra con una exactitud invariable. Y los devotos
saben siempre, más o menos, en qué sitio puede encontrárseles a tal hora y a cuál
otra.
La entrada del Señor en su iglesia tiene siempre una grave
solemnidad.
Cuando la iglesia es una humilde iglesia conventual, ¡cuán sencillos,
inefables e ingenuos parecen los sones del campanario! Cantan en el coro las
monjas enamoradas o los frailes broncos. Hay un homenaje amoroso y apasionado
que vibra y resuena en el campanario y en el órgano. Cuando la iglesia es una
iglesia grande y suntuosa, ¡cuán majestuosos y magníficos parecen los sones de
las campanas formidables! Hay colegios de frailes que salen a recibir al
Señor con la cruz alta y con los turíbulos y que entonan un cántico
monótono y sonoro. Y entre ellos, a veces, tal prelado o cual obispo de
orgullosos tonsura y porte arrogante o mezquino.
Y en esta ruta hay de todo. Pavimento metropolitano y pavimento
suburbial. Adoquín, ripio, piedra de río o piedra barroqueña. Sendero
cómodo y sendero hostil. Piso áspero y descuidado y piso suave y limpio. Aquí
un techo terso que será grato para la planta desnuda del penitente; allá un
trecho duro y cruel que tendrán que serle grato también por el amor de Dios y
por el recuerdo de mucho que padeció Nuestro Señor en su pasión y muerte, etc.,
etc., etc.
Las sahumadoras, los
penitentes, los “milagros”, las plegarias, los cánticos, el rosario y otras
gentes, cosas y sucesos de la procesión.
El cortejo del Señor de los Milagros es abigarrado, heterogéneo, inmenso,
amoroso, devoto, creyente. Es aristocrático y canalla. Junta al dechado de
elegancia con el ejemplar de jifería. Hay en él dama de buena alcurnia y buen
traje, moza de arrabal, barragana de categoría, mondaria plebeya en
arrepentimiento circunstancial, criada y fregona humildes. Y hay por otra
parte, varón pulcro y de buen tono, obrero mal trajeado y mal aseado, mendigo
plañidero, hampón atrito, gallofero fervoroso y campesino zafio y rústico,
todos ellos codeándose sin disgustos, grimas ni desazones.
Los zambos y los hábitos mantienen un jirón típico de la tradición. Son su
oriflama, su heráldica y su pergamino. Coloran intensamente la fiesta y sus
modalidades. Sin ellos sentiríase amortecimiento en una y otras. Y el hábito
morado es sugerente y bello. Tiene un color lleno de sabiduría y de emoción,
que es siempre un color litúrgico. Con lienzos morados se cubren las imágenes
cristianas en los días de duelo de la Semana Santa. Y siempre cree haber uno
visto el color morado en las cosas sagradas. Igual en el traje del prelado que
en la casulla del párroco. Igual en una sacristía que en una capilla ardiente.
El morado es armonioso y es amable. Y es sedante y melancólico. Seguramente la
ciencia sabe que el color morado, por piadoso y bueno, no le hace nunca daño a
la vista humana.
Las sahumadoras del Señor de los Milagros son cristianas sahumadoras que
no emplean el litúrgico turíbulo ni el oriental pebetero. El que arde en sus
manos y sopla su aliento es un incensario de plata o de nickel, que finge
generalmente la figura de una pava, sin que esto se explique bien porque el
pavo no es símbolo cristiano a lo que se sabe.
Las penitentes llevan vestidos de jerga unas y de tela moradas otras y
acompañan la procesión con los pies desnudos. Sahúman o llevan cirios. Cantan
rogativas o rezan el rosario. Y poseen casi una gravedad sacerdotal que se
impone a los que van cerca de ellas. Inician el cántico o la oración, y las
demás las obedecen con agrado y acatamiento, así la penitente sea pobre mulata
y dama gentil quien la sigue en el rezo y el canto. Y, como hay sahumadoras y
penitentes, hay también ambulantes, vendedores de cirios, cordones y estampas.
Y hay también, dentro de la decoración de la fiesta, turroneros y vivanderas
que portan la golosina y el manjar gratos al gusto y a la sazón limeñas.
Todo es emotivo, pintoresco, suave, melancólico y grato en la procesión
del Señor de los Milagros. Los “milagros” cuentan siempre una leyenda así sean
de oro o de plata, grandes o pequeños, de pulida o de torpe labor y con cifra o
palabra o sin ellas. Y como los “milagros” son los cánticos. Y como los
cánticos son plegarias. Y el santo rosario que tiene quince misterios y
quince evocaciones y que tiene también muchas gracias y virtudes.
Dos días todopoderosos resucitan la tradición y la fe de la ciudad; desde
un muro de adobe la imagen pintada por un negro esclavo nos impone a todos
recogimiento y unción; Lima torna a ser la ciudad colonial de los temblores y
de las rogativas; la oración católica, apostólica y romana se pasea impávida y
generosa por todas las calles; la música marcial acompasa un desfile dulce y
místico; revive la leyenda de los balcones floridos engalanados y festonados;
los frailes y los niños cantan alabanzas en el umbral o en el atrio de una
iglesia mientras el tumulto se calla; la golosina criolla da mercancía al
comercio trashumante del pregón; los tranvías eléctricos y el tráfico mundano
se paralizan en la calle que atraviesan las andas y su cortejo; suenan las
alcancías de metal que piden limosnas y dan estampas u otras cosas benditas que
sirven para librarnos de todo mal; las ingenuas palabras del catecismo vuelven
a los labios; los corazones tienen ternuras acendradas y vierten los ojos
lágrimas sinceras; la ciudad pecadora se arrepiente por un instante de cuanto
hizo de palabras, pensamiento y obra y no fue bueno; y, sobre todas las cosas,
triunfa el señorío de Nuestro Señor Jesucristo que murió en una cruz para
redimirnos del pecado original. Amén.
-----------------------------------------------------------
José Carlos Mariàtegui La Chira, Moquegua 1894 - Lima 1930. Ensayista, político. Fundó las
revistas “Amauta” y “Nuestra Época”, ésta con César Falcón y Félix del Valle, y
el periódico “Labor”, colaboró con las revistas “Colónida” “El Tur”,
“Claridad”, “Mundial” y “Variedades” y en los diarios “La Prensa” y “El
tiempo”.
El 4 de setiembre de 1916 publicó el presente
artículo titulado “La procesión tradicional”, la del Señor de los Milagros, que
ganó el primer premio de un concurso convocado por la municipalidad de Lima.
(Artículo
publicado en la revista EL TALLÁN INFORMA, edición 131, correspondiente a
setiembre – octubre 2019)
No hay comentarios:
Publicar un comentario