(Texto completo publicado en
la revista El Tallán Informa, edición 133 marzo 2020)
(Prólogo por Bernardo Rafael
Álvarez)
Literatura
alucinante y apasionante la de
Eduardo Borrero Vargas
Eduardo Borrero Vargas |
Podrán
decirse muchas cosas y, de hecho, se dicen, pero yo creo que –básicamente- la
literatura tiene un propósito: generar, digamos, una respuesta estética en el
lector. Y, así, cuando comenzamos a (o terminamos de) leer un cuento, un poema,
una novela, diremos: “¡qué lindo!” o “¡qué horrible!” o, quién sabe, “¡qué sublime!”;
o nos quedaremos estupefactos, o sentiremos paz interior o acaso nos invada un
sentimiento de dolor o de indignación por las cosas que encontramos dichas en
el texto leído. Porque, como sabemos, cuando se habla de estética no se alude
únicamente a las cosas bellas. Pero, claro, es posible que el propósito del
escritor no sea siempre ese, que sea –por ejemplo- hacer que su obra sea un
testimonio (como creyó haberlo logrado Arguedas con su novela Todas las sangres: “Si no es un
testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he vivido en vano, o no he vivido.
¡No! Yo he mostrado lo que he vivido…”). Es que no existe –hay que saberlo- norma,
ley o precepto, de ninguna índole, que disponga o mande al respecto. Nada ni
nadie tiene autoridad para decirle al escritor: “tu literatura tiene que ser
para esto o para lo otro”. La libertad se impone en este terreno. Y esto -estoy
convencido- lo sabe Eduardo Borrero Vargas, autor del libro que aquí se
presenta. Por ello es que cada una de sus producciones literarias tiene una
particular característica o cualidad. Hace algún tiempo comenté un libro suyo (Del misterio y otros abismos) y dije que
los textos de minificción que lo conformaban eran desconcertantes y que, en
cierto modo, tenían alguna familiaridad con lo que es la característica del
teatro de Ionesco: el absurdo. Eso, el desconcierto y el absurdo, creo que
podemos encontrarlo también aquí. Cada escritor –lo he insinuado ya- tiene un
propósito al escribir un texto; creo que el de Borrero ha sido este: dejarnos
estupefactos, y lo ha logrado creando en este libro unos personajes cuyas
personalidades, paradójicamente, son tan comunes y “normales” y al mismo tiempo
contrahechas y caricaturescas, como, por ejemplo, Ángel Donis (protagonista del primer texto), jefe de una banda
delincuencial que ingresa en la política con “su oratoria alucinante” y -¡cómo
no!- cuenta con “consejeros malhechores”, y se dispone a “empapelar todo el
país” con su propaganda ocasionando “atoro de desagües” y suciedad en los ríos
y el mar; hijo de padres que no fueron realmente sus padres, y que, convertido
en millonario, en “mérito” a sus actividades fuera de la ley, se perfila, con
muchas posibilidades, como un futuro ocupante del sillón presidencial.
Personajes, como él, a quienes podemos, tal vez, identificar con los que –en la
vida diaria- ya conocemos (en la política, en los centros de trabajo, en la
cultura, etc.). Diría que es el absurdo -ya “normalizado” e imperante en
nuestra realidad- lo que ha llamado la atención de Borrero, incitándolo a
ofrecernos, en este libro, más que cuentos o relatos complacientes, una suerte
de retrato descarnado y sarcástico de una realidad que, viéndola bien, es
realmente dramática. Aquí no hay un Gregorio Samsa convertido, de la noche a la
mañana, en un monstruoso insecto, sino, más bien, insectos convertidos en unos Gregarios
Samsa con apariencias engañosas. ¿No es eso, acaso, lo que vemos en la
política? Yo creo que sí. Repito, el absurdo “normalizado” (o “legitimado”). Personajes,
también, como el que da título al volumen, Marlon
(“…y su vida de perros”): gente que cree que para ser escritor hay que recurrir
–como condición- al “malditismo”, a la “marginalidad”, sin saber que, así, lo
más seguro es la conquista infeliz de la frustración y el ridículo (en otras
palabras: una “vida de perros”). Eduardo Borrero Vargas nos tiene acostumbrados
a lo desacostumbrado, pues: cada obra suya nos trae una desconcertante y feliz
sorpresa: ficción de largo aliento (novela), minificción, poesía, cuento, y
esta vez… bueno, esta vez un género que tiene mucho de relato, pero al que yo
me atrevería a calificarlo como apuntes o anotaciones acerca de lo que serían
algo así como objetos grotescos de estudio en una sociedad que está “patas
arriba”. Escritura, la de Eduardo Borrero, alucinante y apasionante, y –repito-:
para quedarnos estupefactos. Buena literatura. ¡Léanla!
Bernardo Rafael Álvarez
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(Artículo
publicado en la revista El Tallán Informa, edición 133 marzo 2020, Pág. 05)
MARLON Y SU VIDA DE
PERROS
Marlon Obregón llegó a España una década atrás, en un vuelo
de Iberia. En su desaliñada maleta, adquirida de un cachinero, llevaba solo dos
mudas de ropa y papel ajado, para darle una aparente llenura.
El asustado Marlon cuidaba su pasaporte nuevo con tal celo que,
en el vuelo de Lima con escalas técnicas en Guayaquil, Miami y San Juan, no lo
soltaba ni para ir al baño. Le había costado meses de trabajo y paciencia, levantándose
a las seis de la mañana para obtenerlo; y otros meses más haciendo cola en la Embajada
de España para que lo sellaran con la visa respectiva. Y no sería un descuido
el que lo haría aparecer en manos de los roba pasaportes, advertencia que le
habían hecho sus amigos de Surquillo, en la pollada cuyos fondos le permitirían
adquirir unos cuantos dólares y sobrevivir un par de semanas en Madrid; porque,
ya estando en el lugar, conseguiría por iniciativa propia lo que precisara.
A partir de ese momento crucial, bajaría al infierno, no al
de las llamas eternas sino al de las llamas crujientes, incompatibles con los vacíos
estomacales. Pero él, fiel a sus sueños de llegar a ser escritor de cuentos
contables, aceptaría con hidalguía este tormento, emulando, según su descalabrada
mente, a quienes habían optado por ese camino hasta ser reconocidos como valederos
hombres de letras. Tal como le habían aconsejado los amigos limeños, fue un
infaltable visitante del parque El Retiro. Allí conoció a la crema y nata de
los marginados de los barrios de Lima; no era raro verlo en polladas,
parrilladas, cantando huaynos, ayudando a vender baratijas; y como amigo de
dibujantes al paso; y de uno en especial, Juaneco, el tetrapléjico que pintaba sobre vidrio, siempre que hubiera
quien le ayudara a ponerle el pincel en la boca y los potes de colores a una
distancia prudencial.
Viendo que sus pequeños ahorros iban en merma, según
pasaban los días, empezó a inquietarse. Y el qué será de mí le comenzó a martillar el cerebro con fiereza
inusitada. Como los milagros caen de improviso, sin saber las razones por las
que ocurren, a él se le presentaría en la forma de una anciana empeñada en que
su pequeño perro de raza imprecisa hiciera sus necesidades corporales al pie de
un árbol de la transitada Gran Vía. Presuroso, se acercó a la anciana y le
ofreció sus servicios. Parece ser que ese mediodía del caluroso julio
madrileño, el animalito, hastiado de los sofocos y de las presiones de su
anciana ama, se dejó llevar por la mano del casi desfalleciente escritor en
ciernes. Sin analizar el porqué de las actitudes del animal, lo tiró delicadamente
del collar y le dio un par de vueltas por la cuadra. A los pocos minutos,
regresaron al arbolito de la negación, donde el animalito, libre de acosos, se
acomodó mansamente y depositó su encargo fecal. Maravillada la anciana, con inusitada
ligereza para su edad, le alcanzó una bolsita de plástico. Marlon Obregón, sin
proferir palabra alguna y con un movimiento de manos de prestidigitador de
circo, recogió el encargo, para luego depositarlo en el tacho rotulado:
Depósitos Orgánicos.
Esa anciana sería el primer cliente de la futura profesión
que lo salvaría de las hambrunas consuetudinarias y que, también, le daría los
espacios necesarios para visitar bibliotecas e ir entretejiendo historias, que
hacía tiempo le daban vuelta por su productiva mente. Así es que se hizo un
horario para manipular ocho perros, cubriendo los siete días de la semana, a
quienes los apodó según su postura perruna. Al de las ocho de la mañana, por andariego,
lo nombró Ulises; al de las nueve, doctor Fausto, por su impronta demoníaca; al
de las diez, Narciso, por sus andares refinados; al de las once, Crimen y
Castigo, por atormentado; al de las dos de la tarde, Absalón, por torturador;
al de las tres, Guerra y Paz, por pleitisto; al de las cuatro, Metamorfosis,
por su cuerpo de cucaracha; y por último, al de las cinco lo llamó Cuentos, por
su temperamento cambiante. Entre las mañanas y las tardes se había dejado dos
horas libres, para sus aseos y sus refrigerios.
Era evidente que el futuro escritor, inteligente como era,
había relacionado el nombre de los perros a su cuidado con el de los autores
que uno de sus amigos, eterno estudiante de literatura de una conocida universidad
limeña, le había anotado de puño y letra en un papel; y que él, para que no se
le extraviara tan valioso tesoro, había claveteado en una de las paredes de su
diminuto departamento ubicado por los extramuros de Madrid. Tales autores en
secuencia eran: Joyce, Mann, Wilde, Dostoievski, Faulkner, Tolstoi, Kafka y Chéjov.
Los años han pasado y sigue empecinado en leer los mismos autores. Sin embargo,
parece ser que su cerebro está a la deriva, por mezclar las lecturas de los
maestros de la narrativa con la de los de autores de libros de adiestramiento
de perros. Como es deducible, más vive pendiente de su glosario de comandos perrunos.
Ya no conversa, sino que ladra. Y sus dedos, convertidos en garras, rasguñan
historias de largo aliento.
Luego de su labor diaria de adiestrador de perros, sale a
visitar las grandes editoriales. Toca puertas, ventanas, y hasta ha intentado
colarse por los techos. Pero al socavado Marlon Obregón nadie le abre las
puertas.
Una vez, un directivo de esas editoriales, que por
casualidad se había hecho tarde en su oficina, le dio alcance. Al desdichado Marlon
se le reviró el corazón de alegría, pensando que al fin se le abrirían las
cortinas de las oportunidades. Aminoró la marcha. Y sin voltear a mirarlo, le
preguntó,
— ¿Tiene interés en mis historias?
— ¿De qué historias me habla? Lo busco para que adiestre a
mi mascota.
Marlon se tragó sus inquietudes y retomó su marcha, más
silencioso que nunca. El pobre ya no
piensa como humano, sino como un apacible narrador canino.
Eduardo Borrero Vargas
Derechos reservados. -
REVISTA “EL TALLÁN INFORMA” EDICIÓN
133 – MARZO 2020
PÁG.
04: Literatura alucinante y apasionante
de Eduardo Borrero Vargas
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