Escribe: Alberto Adrianzén M. |
Hace unos días Mirko Lauer publicó un artículo, digamos,
nostálgico. Lo tituló “Hay que lavar esas camisetas”
(La República: 08/11/20). En este texto Lauer sostiene que uno de los valores
que se ha perdido en la política es la lealtad que era la base para que existan
y funcionen partidos históricos e ideológicos.
Y si bien, como afirma Lauer, siempre hay excepciones, ello ha
terminado. Ha muerto la política, la lealtad y los partidos históricos e
ideológicos, pero ha nacido la “carrera política” que para “todo fin práctico
funciona como mercado”.
Se podría decir que la política como representación,
prácticamente, ha terminado, para dar nacimiento al mercado político. Dicho de
otra manera, estamos pasando de la representación a la exhibición. Es el
triunfo del mercado sobre la política. Es decir, la mercantilización de la
política. Una de sus consecuencias, además de la mediatización, es que la política
ha dejado de ser representación para convertirse en exhibición.
La mayoría de políticos no representan a grupos sociales ni a
ideologías, sino que se exhiben en el mercado (que son los electores). Esto se
comprueba cuando un candidato a la presidencia se olvida del nombre del partido
por el cual postula o también cuando distintos candidatos al Congreso dudan si van a las elecciones
por el partido A o el B y hasta en el C.
Es también el fin de la construcción de intereses colectivos y
la exaltación del interés individual. Por eso la política es cada vez
menos ideológica y sí más tecnológica, mercantilizada y oportunista. En este
mundo la lealtad es un estorbo. Una cosa del pasado como afirma Mirko Lauer.
Escribo esto en un contexto complejo y difícil luego de que el
Congreso aprobara por una amplia mayoría la vacancia de Martín Vizcarra como
presidente.
Y si bien se puede discutir la legalidad y legitimidad de esta
medida como también si la misma ha sido promovida por grupos de derecha, por
“mafiosos” o intereses de grupos para hacer negocios y, como en el pasado, el
control de las instituciones, lo que importa decir es que estamos ante el fin
no solo de un ciclo democrático que inauguró Valentín Paniagua el 20 de
noviembre hace justo veinte años, sino también ante el fin de una época
iniciada por Alberto Fujimori con el golpe del cinco de abril del 92 y la
Constitución del 93.
Es decir, es el fin de una democracia (electoral) que ni
siquiera alcanzó el estatuto de representativa y republicana como también el
fin de una economía y un Estado neoliberales que crearon más desigualdad y más
división.
No es extraño, por ello, que lo que hoy recorre la calle entre
gritos, puños levantados y gases lacrimógenos es la indignación de la mayoría
de peruanos y peruanos no solo por lo sucedido en el Congreso, sino también por
el malestar que provoca una democracia que es visiblemente corrupta y
corruptora de la política y de los políticos.
Sin embargo, creo que el problema es que estamos ante una
protesta sin representación, es decir una representación que solo es posible
mediante la protesta que es al mismo tiempo un acto exhibición. Y si bien la
protesta es una virtud, la protesta sin representación nos limita la
posibilidad de pensar otra democracia y otro futuro de manera colectiva.
La protesta es siempre un acto de exhibición, por eso requiere
de una representación política para que se convierta en organización y en una
acción sostenida en el tiempo.
En ese sentido, sería un error pensar que la crisis se
resolvería con el regreso de Martín Vizcarra a la presidencia (un político
acusado como otros de corrupto) o con una intervención militar (golpe) que nos
regrese al estado previo a la vacancia.
Hoy la crisis nos obliga a buscar soluciones que pasan por las
próximas elecciones, pero que no se agotan en este acto. No hay que olvidar que
sin representación ni hay política ni tampoco democracia. Lo que existe es un
simulacro de democracia que es lo que hemos vivido todos estos años. Y eso es,
justamente, lo que hay que cambiar.
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