de
Antonio Zapata para Javier Diez Canseco
El
congresista Javier Diez Canseco falleció
el 4 de mayo del presente año víctima de un cáncer, que en su momento el
destacado político izquierdista consideró como una “circunstancia compleja y
difícil”. Ante ello, el historiador Antonio Zapata, escribió en su columna
sobre su carrera política y brindó unas líneas dedicadas a su persona.
A
continuación la nota:
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Javier Diez Canseco |
Cualquiera
sabe que JDC es voluntarioso e intuye que esa fuerza proviene de su ánimo para
superar su propia discapacidad. Un cuerpo dañado que obliga a una fuerza
especial para estar a la par que los demás. Pero no solamente porque su
voluntad ha estado dirigida a transformar este mundo, abolir injusticias y
remediar entuertos. Su carrera política corresponde al justiciero, que intenta
reordenar las cosas de este mundo en una vía que concibe como más humana. Por
ello, aunque su fuerza personal provenga de dentro y de la infancia, se
alimenta de una decisión adulta que lo convirtió en revolucionario.
Los
revolucionarios nunca están tranquilos, porque su contradicción con las
injusticias proviene de una emoción íntima, germinada temprano. Nació cuando
uno era pequeño y no podía soportar la visión de la abundancia junto a la
miseria. Esa emoción se vuelve un sentimiento que impulsa diversas luchas del
individuo en su edad madura, fundamentando la reparación de tanto agravio.
El
revolucionario siente las injusticias sociales como ofensas personales. Su
dignidad se ve mellada por el poder arbitrario del poderoso. De ahí el rechazo
visceral al abusivo como leit motiv de la existencia. La injusticia no es un
vicio etéreo, sino que se materializa en individuos concretos que encarnan el
egoísmo; a ellos se les evita. No se transige, sino se busca derrotarlos,
impedir que sigan mandando y sometan a la humanidad en su beneficio.
Ese
es el sustrato de la pasión revolucionaria, un sentimiento compartido por
milla- res, que en todos los tiempos han querido invertir el orden, como dice
el verso de la revolución española, “que
los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”. Esa pasión no es exclusiva
de nuestra edad contemporánea. Por el contrario, donde uno voltea la mirada
encuentra que toda era ha tenido su Espartaco.
Pero
la modernidad ha tenido un ingrediente único que ha sido fundamental en la
carrera de la generación de JDC, el marxismo. En efecto, creímos que existía
una herramienta práctica para cambiar el mundo, que bastaba conocer sus reglas
para adoptar la línea correcta y obtener el triunfo de la revolución.
El
marxismo nos dio libertad y nos la quitó. Significaba tradiciones y cultura
política, también perspectiva internacional y la sensación de fortaleza
interior que proviene de una ideología con un mensaje universal. La promesa
revolucionaria es para todos los individuos y esa convicción se traduce en
fuerza, en disposición a tomar posición sin temor.
Pero,
por otro lado, era una cárcel mental, una ideología que obligaba a categorías
que tendían trampas y llevaban a laberintos. Entremezclado con el análisis social,
el marxismo tuvo sus mejores horas y proveyó de muchos conocimientos sobre la
realidad nacional. Pero, creyó que su resultado era científico, que había una
verdad al alcance del ilustrado. Así, fuera de la ideología no había salvación
y dentro había que seguir la verdad revelada, encarnada en el secretario
general.
En
esta comedia humana que es la vida, a JDC le tocó precisamente el papel del
secretario general, el que sabe lo necesario y es intransigente, porque así
debe ser. Colaborar con él fue compartir un caramelo de limón, agrio y dulce a
la vez. A su lado, hasta las piedras eran suaves, porque su voluntad estaba por
encima de todo. Esa misma voluntad que lo hará reponerse de su enfermedad, para
mostrar que la lucha por la justicia social no tiene fin.
(Artículo publicado en el quincenario EL TALLÁN
INFORMA, Año VII - Edición Nº 79 - Sullana, primera quincena de mayo del 2013)
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