martes, 7 de mayo de 2013

EL SUEÑO DEL PONGO - JOSÉ M. ARGUEDAS

José María Arguedas Alatamirano
José María Arguedas Altamirano

Un hombrecito se encaminó a la casa ­hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo, de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas, viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el corredor de la residencia.
-¿Eres gente u otra cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
-¡A ver! -dijo el patrón- por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parece que no son nada. ¡Llévate esa inmundicia! -ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. “Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. “Si, papacito; si, mamacita”, era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto y por su ropa tan haraposa y acaso, también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
-Creo que eres perro. ¡Ladra! -le decía.
El hombrecito no podía ladrar.
-Ponte en cuatro patas -le ordenaba entonces.
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.
-Trota de costado, como perro -seguía ordenándole el hacendado.
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
-¡Regresa! -le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
El pongo, volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio rezaban, como el viento interior en el corazón.
-¡Alza las orejas, ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! –mandaba el señor al cansado hombrecito. -Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.
-Recemos el Padrenuestro -decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba, en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
En el oscurecer, las siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.
-¡Vete pancita! –solía ordenar, después, el patrón al pongo.
Y así todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.
Pero... una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.
-Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte –dijo
El patrón no oyó lo que oía.
-¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? -preguntó.
-Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte -repitió el pongo.
-Habla… si puedes -contestó el hacendado.
-Padre mío, señor mío, corazón mío -empezó a hablar el hombrecito -Soñé anoche que habíamos muerto los dos, juntos; juntos habíamos muerto.
-¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio -le dijo el gran patrón.
-Corno éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos; desnudos, ante nuestro gran Padre San Francisco.
-¿Y después? ¡Habla! -ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.
-Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. Y a ti y a mi nos examinaba, pesando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Corno hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
-¿Y tú?
-No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
-Bueno. Sigue contando.
-Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: “De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de chancaca más transparente”
-¿Y entonces? –preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
-Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacito. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
-¿Y entonces? -repitió el patrón
-“El ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.
-Así tenía que ser -dijo el patrón, y luego preguntó:
-¿Y a ti?
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a ordenar: “Que de todos los ángeles del cielo venga el de menor valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano”.
-¿Y entonces?
-Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. “Oye, viejo -ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel- embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!”. Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando...
-Así mismo tenía que ser -afirmó el patrón- ­¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
-No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a miramos, también nuevamente, ya a ti ya a mi, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: “Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
COMPRENSIÓN
¿Cómo era el hombrecito?
¿Qué le preguntó el patrón delante de las mujeres y hombres que estaban a su servicio y que respondió el pongo?
La mestiza cocinera ¿Qué había dicho del pongo?
¿El patrón que le obligaba a hacer y cómo golpeaba al pongo?
¿Qué sabía imitar el pongo?
¿Quién decía “recemos el padrenuestro”?
¿Qué pasó una tarde a la hora del Ave María?
¿El pongo para qué le pidió permiso?
¿Cuál era el sueño del pongo?
¿Cuáles eran los personajes que estaban en el sueño del pongo?
¿Qué hizo el ángel mayor?
¿Qué hizo el ángel viejo de patas escamosas?
Finalmente, el padre San Francisco qué ordenó al patrón y al pongo que tenían que hacer por mucho tiempo?
MENSAJE
¿Qué mensaje nos transfiere el autor con su cuento " El sueño del pongo"?
¿Qué es lo que más te gustó del cuento?
¿Crees que en la actualidad existan situaciones semejantes a este cuento en algunas partes de nuestro Perú?
¿Cómo era el comportamiento del patrón frente a los indios? 
Buscar en el diccionario el significado de las siguientes palabras:
Patrón
Pongo
Mestiza
Hacienda
Siervo
Servidumbre
Vizcacha
Mofa
Resplandor
Escamas
Embadurnar
Excremento 
BREVE BIOGRAFÍA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS ALTAMIRANO
Nació en Andahuaylas en 1911. Quedó huérfano de madre, al cuidado de la servidumbre indígena de la casa, de la cual aprendió el quechua. Viajó acompañando a su padre, que era juez de paz, por Apurímac, Ayacucho, Cusco, Yauyos. Estudió Antropología en la Universidad de San Marcos, y se desempeñó como docente en ella y en la Universidad Agraria.
Su obra está marcada por un sostenido intento de mostrar al indígena como es realmente, en su cultura: el paisaje, las costumbres, el idioma, la relación con el conquistador, es decir, con el amo. Muchos escritores prestigiosos de la época, como Carda Calderón y López Albújar, presentaban una visión del indio "extraña y tonta", según sus propias palabras, y la obra de Arguedas representa una reivindicación de los descendientes de los pobladores de nuestra América antes de la llegada de Colón.
En 1932 aparece su primer cuento " Warma Kuyay". En 1935 publica su primer libro de cuentos "Agua". En 1937 es encarcelado como preso político en "El Sexto". En 1939 ejerce el magisterio en el Cusco. En 1941 publica su primera novela "Yawar Fiesta". En 1954 publica "Diamante y pedernales". En 1957 consigue el grado de bachiller en Etnología. En 1958 publica "Ríos Profundos", 1961 publica la novela "El Sexto", 1962 edita "La agonía de Rasu Ñiti". En 1963 es nombrado director de la Casa de La Cultura. En 1964 publica "Todas las Sangres”.  En1965 publica " El sueño del pongo". En1967 se casa por segunda vez con Sibyla Arredondo. En 1967 edita el libro de cuentos "Amor mundo" y su obra póstuma "El zorro de arriba y el zorro de abajo". En1968 termina su magisterio en la universidad de san Marcos y casi simultáneamente es elegido jefe del departamento de Sociología de la universidad Agraria, ese mismo año se le otorga el premio "Inca Garcilaso de la Vega".
Fallece el 28 de noviembre de 1969 al dispararse un tiro en la cabeza y agonizar durante cinco días.
(Artículo publicado en el quincenario EL TALLÁN INFORMA, Año VI - Edición Nº 76 - Sullana, febrero del 2013)




 


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